lunes, 20 de febrero de 2017

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Agentes de Moscú

El escándalo por la intervención rusa en la campaña electoral o ‘Rusiagate’ es una amenaza para el propio presidente. La destitución del consejero de Seguridad evidencia el descontrol de Donald Trump



Donald Trump y Michael Flynn, durante la campaña, en Virginia Beach, en septiembre de 2016. michael segar (reuters)



Donald Trump y Michael Flynn, durante la campaña, en Virginia Beach, en septiembre de 2016. michael segar (reuters)  REUTERS



La bomba ha tardado 24 días en estallar. Michael Flynn, general retirado de tres estrellas, veterano de la guerra global contra el terror y especialista en inteligencia militar, ha sido el consejero de Seguridad más efímero de la historia. Entró en la Casa Blanca con Trump el 20 de enero, gracias a que su cargo no necesita la aprobación del Senado, y ha salido a trompicones el pasado lunes con una carta de dimisión en la que reconoce que informó al vicepresidente y a otras personas de forma incompleta respecto a las conversaciones telefónicas con el embajador ruso; un fallo que adorna con malas excusas como la inexistencia de mala voluntad y “la rapidez de los acontecimientos”.
El Consejo de Seguridad Nacional fue creado por el presidente Truman en 1947 cuando EE UU se había convertido en una superpotencia nuclear y se inauguraba el orden mundial que Trump ahora quiere subvertir. Como miembro destacado de este organismo supremo, una especie de consejo de ministros de Defensa y Relaciones Exteriores, su sucesor, Eisenhower, creó la figura del consejero de Seguridad, cargo que han ocupado brillantes e influyentes militares e intelectuales, hasta convertirlo en la práctica en el número tres del organigrama de la Casa Blanca, detrás del secretario de Estado. Entre los 25 consejeros de Seguridad que ha habido hasta ahora se cuentan McGeorge BundyHenry Kissinger (que lo compaginó con el de secretario de Estado), Brent Scowcroft, Zbigniew Brzezinski, Colin Powell, Anthony Lake o Condoleezza Rice.
Flynn tiene un excelente historial militar y un mediocre y controvertido currículo como gestor. Según el columnista de The Washington Post David Ignatius, es un “táctico brillante cuyo trabajo en la sombra del Comando Conjunto de Operaciones Especiales hace una década no le preparó para retos más amplios como fue la dirección de la Agencia de Inteligencia de la Defensa, de la que fue destituido en 2014, ni tampoco del de consejero de Seguridad”.
Su nominación puede interpretarse al menos en dos claves: primera, la persistente dificultad que tiene Trump para encontrar personalidades destacadas para los puestos más sensibles de su Administración que no hubieran tomado distancias con su campaña y con sus declaraciones y comportamientos incorrectos; segunda, la buena sintonía entre las ideas políticas extravagantes y conspiranoicas de Flynn y las explicaciones infantiloides que demanda el nuevo presidente.
El general retirado, veterano de la guerra global contra el terror, es responsable de numerosas aportaciones al radicalismo trumpista
El exconsejero de Seguridad es un martillo de la corrección política, a la que atribuye todas las dificultades que tiene su país en sus guerras por el mundo. Su idea obsesiva es que EE UU está comprometido en un enfrentamiento bélico global con el islamismo radical, que tiene la envergadura de las pasadas guerras mundiales, con la particularidad de que cree que los terroristas están ganando. Según Flynn, esto sucede fundamentalmente por no llamar a las cosas por su nombre: que es una guerra y que es contra el islamismo radical.
El exgeneral ha desarrollado sus teorías en un libro (El campo de batalla. Cómo podemos vencer en la guerra global contra el islam radical y sus aliados), en el que ataca al Gobierno de Barack Obama y le acusa de ocultar la verdad sobre la guerra a la población. Su querencia por las teorías extrañas le lleva a relacionar Al Qaeda con el régimen islámico de Irán, al que considera la mayor amenaza terrorista global; alabar a regímenes dictatoriales amigos como el de Egipto; o denunciar una especie de gran bloque terrorista antioccidental en el que incluye en un totum revolutum a Corea del Norte, Cuba, Venezuela y, lo que es más peculiar, a la propia Rusia de Putin, precisamente la que le ha llevado a su perdición.
Flynn apunta en su libro la necesidad de aliarse con Rusia para combatir al Estado Islámico, aunque señala el obstáculo que significan las estrechas relaciones entre Moscú y Teherán, el mayor enemigo designado por el general. Trump le ha comprado también esta idea, que encaja con su proyecto de rehacer las relaciones con Putin, reconocer la anexión de Crimea, aflojar los lazos con Europa y poner en cuestión el futuro de la OTAN, al igual que le ha comprado sus ideas sobre el islam y su denuncia del pacto nuclear con Irán. Pero lo más sorprendente es que Flynn se ha acomodado al proyecto trumpista hasta actuar como un auténtico agente de Moscú en la Casa Blanca.
Su forma de describir el mundo responde al de la Guerra Fría y busca una victoria definitiva en la que se ve a sí mismo como protagonista
Flynn no ha sido destituido por proporcionar “inadvertidamente una información incompleta” al vicepresidente, sino por una ristra de fallos que salpican al presidente y pueden comportar incluso acusaciones penales. El primero es el mero contacto con el representante de un Gobierno extranjero antes del relevo presidencial sin contar con mandato alguno. El segundo es el contenido del contacto: la conversación entre Flynn y el embajador de Moscú versó sobre el levantamiento de las sanciones impuestas por Barack Obama en represalia al espionaje ruso a la campaña electoral demócrata. Y el tercero son las mentiras al vicepresidente y, lo que es más grave, al FBI en el momento en que se interesó por los contactos. Según el Departamento de Justicia, las conversaciones podrían ser utilizadas por Rusia para chantajear a Flynn en su cargo como consejero de Seguridad.
Por parte de Trump se produce un error de juicio en el nombramiento, que solo puede explicar un error todavía mayor como sería que el presidente estuviera informado y fuera cómplice de sus equivocaciones. Si se tiene en cuenta que otros tres asesores electorales —Paul Manafort, Carter Page y Roger Stone— se han visto obligados a esfumarse debido a su intimidad con los servicios rusos, se entenderá la desazón que produce la mera hipótesis de una complicidad de Moscú en la campaña y, lo que es peor, en las iniciativas de Trump una vez instalado en la Casa Blanca.
La reacción del presidente no hace más que alimentar las sospechas, puesto que sitúa los focos sobre los medios de comunicación que han difundido las informaciones y las agencias de espionaje que las han filtrado. El anuncio de una auditoría, previa a una purga de responsables de inteligencia, no hace más que acrecentar los temores ya no entre los demócratas, sino incluso entre los republicanos más responsables.
Flynn se retrata a sí mismo en su libro como un tipo fanfarrón, truculento e intelectualmente pretencioso, que exhibe un complejo de superioridad muy propio de los militares que han arriesgado y cosechado éxitos en la acción. Su forma de describir el mundo responde a un esquema bipolar, que calca el de la Guerra Fría, y busca una forma de victoria definitiva y reconocida en la que se ve a sí mismo como el máximo protagonista. Con un presidente que desconoce todo de la materia y que no ha hecho ni siquiera el servicio militar, es probable que soñara en convertirse en el héroe americano que venció al terrorismo islamista. Su carácter y su sentido del riesgo también explican su implicación con los rusos, hasta el punto de que pudo traicionar a su país creyendo servirlo.

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