miércoles, 2 de agosto de 2017

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La siguiente guerra en Oriente Próximo | Internacional | EL PAÍS

La siguiente guerra en Oriente Próximo

La derrota del Estado Islámico en Mosul y la desaparición del autoproclamado califato no auguran sin embargo un futuro de paz en una región cuya hegemonía sigue en disputa

Vista de Mosul tras la toma de la ciudad, el pasado 11 de julio.



Vista de Mosul tras la toma de la ciudad, el pasado 11 de julio.  AP



Con la recuperación de Mosul en el norte de Irak, es posible que pronto el Estado Islámico (ISIS) sea cosa del pasado. Pero su derrota y la desaparición del autoproclamado califato sirio-iraquí no traerán paz a Oriente Próximo, ni tampoco pondrán fin a la tragedia siria. Lo más probable es que se abra un nuevo capítulo en la sangrienta y caótica historia de la región, no menos peligroso que los que se han sucedido desde la caída del Imperio Otomano, al final de la I Guerra Mundial.
La continuación de la violencia parece casi indudable, porque esta región sigue siendo incapaz de resolver sus conflictos internos, o de crear algo parecido a un marco sólido para la paz. Sigue atrapada en algún lugar entre el siglo XIX y XX.
Las potencias occidentales malamente pueden negar su responsabilidad en las penurias de Oriente Próximo. Cualquier mención al acuerdo Sykes-Picot, por el que Reino Unido y Francia partieron los territorios tras la caída del Imperio Otomano, todavía incita tanta furia en el mundo árabe que parece como si el plan (elaborado en secreto en 1916) hubiera sido concebido ayer.
Tampoco hay que olvidar el papel que desempeñó la Rusia zarista en la región. Tras la II Guerra Mundial, su sucesora, la Unión Soviética, y su rival de la Guerra Fría, Estados Unidos, acometieron allí múltiples intervenciones. En realidad, es posible que ningún país haya contribuido tanto a la caótica situación actual en la región como Estados Unidos. Al principio, su interés en Oriente Próximo se basaba en la necesidad de petróleo, pero con el comienzo de la Guerra Fría, el interés económico pronto fue sustituido por el interés estratégico de evitar la aparición de Gobiernos antioccidentales y prosoviéticos. A la búsqueda de influencia estadounidense, decisiva en la región, se sumó más adelante un estrecho vínculo de defensa con Israel, y, finalmente, las dos grandes intervenciones militares en las guerras del Golfo contra el Irak de Sadam Husein.
La continuación de la violencia parece casi indudable, porque esta región sigue siendo incapaz de resolver sus conflictos internos
El involucramiento estadounidense en Afganistán también tuvo profundas repercusiones. La insurgencia de los ochenta, apoyada por Washington y lanzada como una yihad contra la ocupación soviética, transformó a dos estrechos aliados de Estados Unidos (Pakistán y Arabia Saudí) en amenazas estratégicas. Esto quedó de manifiesto el 11 de septiembre de 2001, cuando se supo que 15 de los 19 atacantes enviados por Al Qaeda eran saudíes. Y Pakistán creó a los talibanes, que dieron a Al Qaeda un refugio desde el cual tramar ataques contra Estados Unidos y Occidente.
El éxito de la primera guerra del Golfo —lanzada en enero de 1991 por el presidente George H. W. Bush— fue aniquilado 12 años después por su hijo, el presidente George W. Bush, cuya propia guerra del Golfo causó una catástrofe regional que continúa hasta hoy. Bush padre se limitó a buscar la liberación de Kuwait, y no intentó un cambio de régimen en Irak, pero los objetivos de su hijo fueron mucho más ambiciosos.
La idea era derrocar a Sadam Husein y crear un Irak democrático, que actuara de catalizador de un cambio generalizado en Oriente Próximo y lo transformara en una región democrática prooccidental. En el Gobierno de Bush hijo, el idealismo imperial se impuso al realismo práctico, y el resultado fue una desestabilización que dura hasta hoy y que ha contribuido a permitir que Irán extienda su influencia.
Tras la desaparición del Estado Islámico, el siguiente capítulo de la historia en Oriente Próximo se decidirá en una confrontación abierta y directa entre la Arabia Saudí suní y el Irán chií por el dominio de la región. Hasta ahora, este conflicto latente se dirimió con sigilo y mayormente a través de intermediarios. Las dos potencias globales activas en la región tomaron claro partido: Estados Unidos con Arabia Saudí y Rusia con Irán.
El conflicto por la hegemonía irá sustituyendo a la actual “guerra contra el terror”. Y ahora que Arabia Saudí y cuatro aliados suníes han aislado a Qatar (en parte por la estrecha relación de los qataríes con Irán), el conflicto ha llegado a lo que puede ser su primer punto de inflexión en el centro mismo de la región, el golfo Pérsico.
Ahora que Arabia Saudí y cuatro aliados suníes han aislado a Qatar, el conflicto ha llegado a lo que puede ser su primer punto de inflexión
No hace falta apuntar que cualquier enfrentamiento militar directo con Irán desataría un incendio regional infinitamente más grande que todas las guerras previas en Oriente Próximo. Además, con Siria todavía en llamas e Irak debilitado por la lucha sectaria por el poder, es probable que el ISIS o alguna reencarnación suya se mantenga activo en la zona.
Otro factor desestabilizante es la reapertura de la “cuestión kurda”. Los kurdos (un pueblo sin Estado propio) han demostrado ser combatientes fiables en la lucha contra el ISIS, y quieren usar su nuevo ascendente político y militar para avanzar hacia la autonomía, o incluso hacia la formación de un Estado independiente. Para los países afectados (sobre todo Turquía, pero también Siria, Irak e Irán) esta cuestión es un casus belli en potencia, porque afecta a su integridad territorial.
Si se tienen en cuenta estas cuestiones sin resolver y la escalada del conflicto por la hegemonía entre Irán y Arabia Saudí, cabe vaticinar que el siguiente capítulo en la región no será en absoluto pacífico.
Tal vez el desastre en Irak haya enseñado a Estados Unidos que, a pesar de su superioridad y poderío militar, no puede ganar una guerra terrestre en Oriente Próximo. El presidente Barack Obama trató de retirar las fuerzas estadounidenses de la región, algo que resultó difícil en lo político y en lo militar. Por eso descartó una intervención armada en la guerra civil siria (ni siquiera desde el aire), lo que dejó un vacío que Rusia no tardó en llenar, con todas las consecuencias conocidas.
El sucesor de Obama, Donald Trump, también hizo campaña con la promesa de una retirada. Pero tras asumir el cargo lanzó misiles crucero sobre Siria, extendió los compromisos de Estados Unidos con Arabia Saudí y sus aliados, y endureció la retórica estadounidense hacia Irán.
Trump tiene mucho que aprender sobre Oriente Próximo en poco tiempo, pero la región no va a esperar a que lo haga. No hay motivos para el optimismo.
Joschka Fischer, durante dos décadas uno de los líderes del Partido Verde alemán, ocupó entre 1998 y 2005 los cargos de ministro de Exteriores y vicecanciller de Alemania.
Traducción de Esteban Flamini.


Project Syndicate, 2017.

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