domingo, 4 de marzo de 2018

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ANÁLISIS

El síndrome del imperio perdido

Vladímir Putin quiere ser oído en el mundo y para ello ha pronunciado un discurso sin precedentes sobre la capacidad destructiva del potencial nuclear de Rusia



El presidente ruso, Vladimir Putin, este viernes 2 de marzo.

El presidente ruso, Vladimir Putin, este viernes 2 de marzo.  GETTY IMAGES



El presidente Vladímir Putin quiere ser oído en el mundo y para ello ha pronunciado un discurso sin precedentes sobre la capacidad destructiva del potencial nuclear de Rusia. La destrucción mutua asegurada (MAD en sus siglas en inglés) fue clave para la estabilidad estratégica entre EE UU y la URSS en la guerra fría y continúa siéndolo hasta hoy.
Pero el placer con el que el líder ruso pronunciaba la palabra “invulnerable” y enumeraba el armamento capaz de burlar las defensas del adversario y destruirlo contrastaban con las aseveraciones de que Moscú no tiene intenciones de agredir a otro con los artilugios mostrados.
Putin hablaba en su doble condición de presidente y de candidato privilegiado a mantenerse en el cargo por seis años más. A algunos, Putin les recordaba al dirigente soviético Nikita Jruschov, y su jactancia en la asamblea general de la ONU de 1960 cuando golpeó la mesa con un zapato. A otros, les evocaba al líder norcoreano Kim Jong-Un esgrimiendo sus misiles para ser respetado por sus vecinos. Un tercer grupo se aventuraba a explicaciones psicológicas sobre la posibilidad de que en su infancia Putin no hubiera jugado con soldados de plomo. “Putin repite lo que le cuenta Dmitri Rogozin (vicepresidente del Gobierno responsable de la industria de defensa) que es lo que, a su vez, le cuentan a él en las fábricas militares para obtener asignaciones”, afirmaba una fuente vinculada con el sector de la Defensa. Y recordaba que Rogozin es “periodista de formación”.
Fuera como fuera, Putin no es Jruschov y no esgrimía un zapato sino que disponía de una gran pantalla de vídeo. Rusia tampoco es Corea del Norte sino un país mucho más poderoso y, por eso mismo, obligado en teoría a ser más responsable con el futuro del planeta. Pero sucede que la confianza entre Moscú y las capitales europeas está profundamente quebrantada y a este quebrantamiento ha contribuido de forma sustancial la expansión de Rusia a costa de Ucrania, pese a los tratados bilaterales firmados por los dos países y sus compromisos sobre la integridad territorial.
Puede que en parte sea propaganda preelectoral y que no todo lo mencionado por Putin sea tan novedoso como él pretende, pero en todo caso su discurso confirma que las relaciones internacionales han entrado en una nueva fase de turbulencias. El analista Fedor Lukiánov se refiere al paso de la política internacional a “una realidad estrictamente militarizada” y lo atribuye a la política unilateralista practicada por Donald Trump. Europa, dice, está de nuevo en el campo de batalla, pero si durante la guerra fría entre la URSS y EE UU había “reglas precisas”, ahora “no hay ninguna regla”.
No contribuye a tranquilizar el hecho de que Putin interpretara el Estado ruso actual en clave imperial. Refiriéndose a la desintegración de la URSS, el presidente afirmó que, en época soviética, Rusia “se llamaba la Unión Soviética” y que “si hablamos de nuestras fronteras nacionales, (Rusia) perdió el 23,8% de su territorio, el 48,5% de su población, el 41% de su producto nacional bruto, y el 39, 4% de su potencial industrial (…) el 44,6% de su potencial militar”. Olvidó el dirigente que la URSS era un Estado “plurinacional formado sobre la base del principio del federalismo socialista como resultado de la libre autodeterminación de las naciones y la unión voluntaria y en igualdad de derechos de las repúblicas socialistas soviéticas” (artículo 70 de la constitución de la URSS). Las 15 repúblicas que formaban el Estado tenían el derecho “a abandonar la URSS libremente” (artículo 72). Y eso es lo que hicieron en 1991. Rusia, la mayor de ellas, se declaró heredera de la URSS, pero no era la URSS y, tras la desaparición de ésta, el territorio de Rusia era el mismo que tenía hasta 1991. Pero las cosas cambiaron de hecho en 2014.
Andréi Movchán, jefe de los programas económicos del centro Carnegie de Moscú, recordaba que el presupuesto militar ruso es semejante al de Francia y Arabia Saudita y bastante modesto, en relación a EE UU (veinte veces más) y a China (ocho veces más). “Somos económicamente débiles para involucrarnos en una carrera de armamentos”, señalaba el analista, según el cual, “hablamos de tecnologías milagrosas y armas increíbles, y justo en el lugar donde esto se podría demostrar y conquistar un mercado comercial, vamos a la zaga de (una empresa) privada de EE UU, que por su cuenta y riesgo y un poco de ayuda del Estado, ha realizado un producto bastante más eficaz”. Tal vez el desgarramiento entre las ambiciones y las realidades sea parte del síndrome del “imperio perdido”.

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